jueves, 1 de abril de 2010

Domingo soleado en soledad.

Abro los ojos. Domingo. El sol entra por las rendijas de la ventana y por debajo de la puerta. Se está tan bien en la cama... calentita, con mis dos kilos de mantas por encima y mi cuerpo rodeado de cojines... Tras varios esfuerzos, consigo levantarme.
Ahora tengo frío (maldita manía de no usar pijama...). Me quedo de pie, observándome en el espejo del armario. Menudo despojo humano estoy hecho...
Rápidamente abro la ventana y subo la persiana. El sol reflejado en las ventanas circundantes me deslumbra. La gente charla animada en el bar de abajo.

Hoy es mi día.

Me ducho tranquilamente, dejando que el fuerte chorro de agua choque contra mi maltratada espalda, sintiendo el agua correr entre mi pelo, por mi cara... Mi parte favorita: cierro el grifo y me enjabono. Me encanta estar completamente cubierta de espuma (aunque en realidad, creo que lo que me gusta es estar cubierta de cualquier cosa, porque el barro también me apasiona). Elijo mi ropa cuidadosamente (cierto, aunque no lo parezca) , me maquillo un poco, me seco el pelo sin peinarme y recopilo mis objetos imprescindibles: cámara de fotos, libro, bloc de notas y mi bicicleta; una Torrot antigua, roja. A pesar de las burlas de mis amigos... es una bicicleta preciosa, muy especial.

Por fin salgo a la calle. El sol calienta en su punto perfecto gracias a una agradable brisa sevillana. Montar en bici es una de mis actividades favoritas. Sentir esa velocidad (aunque moderada, lo sé) esa señora mayor increpándome por un posible atropello (provocado por ella, evitado gracias a mí...) Me detengo un momento en Plaza de España y me asomo a ver el mapa de Badajoz. Me sorprende notar mi poca añoranza hacia mi tierra, nunca llegaré a entenderlo.
Entro al Parque de María Luisa, desierto a estas horas. Maldita sea, siempre me pierdo en este parque. Mis tripas comienzan a quejarse, así que pongo rumbo a la Alameda, no sin disfrutar ya de paso de la mágica judería y la majestuosa catedral.

La Alameda. Vaya cambio. Anoche, era lugar de esparcimiento de diversas tribus urbanas.
Mis favoritos: los hippies, por supuesto. Con sus malabares, sus perros, sus guitarras, su percusión... Ahora quienes habitan el pintoresco lugar son las familias. Matrimonios con sus hijos, esos enanos ruidosos y encantadores que abarrotan los parques infantiles. También hay parejas de ancianos (cómo envidio ese amor ya quizás octogenario) o gente "unindividual"... como yo. Paso con la bici por encima de una de esas fuentes a ras de suelo, me agrada sentir esas gotitas de agua por todo el cuerpo; aparco, y me acerco al Esquivel.
Siempre desayuno un café con leche, con media tostada de tomate. Es ley.
Saco mi libro y disfruto de un buen desayuno junto a Dostoievsky. Termino, pago y emprendo
camino hacia mi objetivo principal.

No es nada del otro mundo, pero aún así y sin tener nada que ver con lo que me dedico es otra de mis actividades favoritas. El museo y el mercado de arte.
Primero entro al museo, a ver si hay algo nuevo. Genial. Exposición de Murillo.
Salgo pasadas dos horas.
El mercado es lo que realmente me interesa. Verdaderos artistas anónimos. Verdaderos locos incomprendidos. Almas con personalidad propia, creativas, inmortales...
La plaza bulle de alegría, es toda una explosión de colores, de arte, de personajes, de cultura...
Paseo mi mirada por cada lienzo, por cada lámina, por cada persona... ansiosa por captar la magia. Aunque hace tiempo la encontré. Un pintor. Portugués. Hombre original y auténtico donde los haya. Con una larga barba blanca, despeinado el cabello, un pañuelo rojo al cuello, camiseta a rayas azules y blancas, pantalón vaquero... su mirada tiene un aire de locura. Aire reflejado también en su arte.
Saco mi cámara de fotos y hago un par de instantáneas, siempre con miedo a que se dé cuenta. Alguna vez hablaré con él; quiero hacerlo desde hace meses.
He de reconocer la poca originalidad del artista sevillano. Cuadros y cuadros con la misma temática: el puente de Triana, la catedral, una virgen, un cristo, otra vez el puente, un balcón con flores, una fachada típica, la catedral de nuevo, más vírgenes... Supongo que es lo que vende.
Me acerco a la "zona joven", como la llamo yo. Chavales de mi edad, más o menos, metidos ya en este complicado mundo. Se dedican a las láminas dibujadas con lápiz óptico (creo que se llama así). Imposible mirar tranquilamente sus dibujos con sus miradas clavadas en mi persona. Mi falta de autoestima unida a mi inestabilidad hacen que prácticamente huya de sus campos visuales.
Una vez satisfechos todos mis sentidos, repleta la tarjeta de memoria de la cámara y alguna que otra página del bloc escrita, pongo rumbo al río.

Elijo un lugar con césped, sin sombra, y me tumbo. Cierro los ojos, intento no pensar, solo escuchar. El rumor del agua, los chicos en piragua y el maldito alemán del megáfono, un pez que salta, los gansos (abro los ojos y me incorporo, les tengo pavor). Están en la orilla de enfrente, no hay peligro. Vuelvo a relajarme.
Huele a tierra húmeda, mi olor favorito.
No sé cuánto tiempo puedo pasar así. Horas quizás. Horas conmigo misma. ¿Pero por qué? Si ni siquiera me caigo bien... Soy demasiado independiente, asocial, exigente, malhumorada... Realmente no me soporto.
Me incorporo, con cierto mareo, y vuelvo a la Alameda, a por una cerveza bien fría.
Sevilla es un pañuelo. Tropiezo con un compañero de Conservatorio. Me acompaña en la cerveza. Me estropea mi día conmigo misma. Porque es mi día, mi día dedicado a mí. Y es así simplemente porque no creo que haya nadie con quien compartir estas sensaciones, estos instantes, estos pensamientos... alguien que los (me) comprenda, que los sienta igual que yo, que los disfrute de la misma forma...

Y así, cada domingo, disfrutando y a la vez renegando de mi propia persona... Algún día alguien me acompañará... aunque tenga que comprarme un perro.


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